La primera referencia a lo tradicional en el departamento de Moquegua es su agradable clima; las hermosas puertas claveteadas de bronce y plata, y los clásicos patios coloniales de sus antiguas residencias; su artesanía de paja y su cerámica; sus sabrosos dulces y frutales; sus "entierros" y la milagrosa Santa Fortunata.
Moquegua muestra la supervivencia hispana en sus habitantes, en su lenguaje, en sus costumbres y en su tradición oral.
Moquegua muestra la supervivencia hispana en sus habitantes, en su lenguaje, en sus costumbres y en su tradición oral.
Muchos de los llamados "arrorro" han variado extrañamente la letra presentando curiosas expresiones, pero su tonalidad es siempre suave y tierna.
Los primeros "cuentos de fórmula" narrados por la madre a su hijo son parte de este dulce juego y enseñanza que contiene el folklore materno-infantil: "¿Quieres que te cuente el cuento del gallo pelao, que pasando el río se quedó helao?".
Aún hoy no resulta extraño escuchar de algún afortunado que ha destapado un "entierro". Son famosas las alacenas ocultas, empotradas a las gruesas paredes de sus antiguas casonas que de repente son descubiertas guardando grandes tinajones con oro y plata.
Muchas fortunas han tenido ese origen, aunque a veces se dice que solamente es habladuría de la gente. La "Pequeña antología de Moquegua" (de Ismael Pinto Vargas) revela en "Alma de un pueblo", la vigencia actual de conocidas leyendas como "la de la viuda", esa fantasmal aparición que aterra a grandes y chicos, y cuyo recuerdo es a veces explotado por algún intencionado visitante nocturno.
Reaparece también, la sabrosa anécdota (ahora cuento) de "Aquí están los moqueguanos", discurso olvidado de los ya casi desaparecidos alfajores: "ya se van los moqueguanos", grito que clama por un artista que lo plasme para siempre en canción, así como Atilio R. Minuto lo perpetuó en relato burlón.
Letrillas
En los momentos en que Moquegua discute sus problemas o un hecho que ha ganado popularidad, y sobre todo en época de elecciones, aparecen célebres "letrillas" moqueguanas, cuyos autores suelen firmar con los seudónimos de "El Nuncio", "El Duende", "El Brujo", etc.
Estos pequeños poemas tienen el efecto de un fallo judicial. No hay moqueguano que deje de leerlos y no termine por compartir la opinión del autor.
Muchos de ellos son picantes, sarcásticos, subidos de tono, pero a los moqueguanos les gusta leerlos y los encuentran muy sabrosos.
Estas letrillas circulan en las vísperas de las grandes fiestas religiosas (Santa Fortunata, Santa Catalina).
En muchos casos aparecen escritas en letras rojas, de preferencia cuando están dirigidos a censurar la actitud o el proceder de alguien.
Rescatamos éstas, descriptivas y añorantes: "Los morenos en comparsas / danzaban bailes antiguos / que todavía las gentes / recuerdan por estos trigos." "Al son de música extraña / con flautas y con tambores / que tocaban a impulsos / de la coca y el licor."
En moquegua el apodo popular es pícaro e ingenioso; por eso, no falta en las letrillas la "chapa" del personaje que interviene en el poema. Son también abundantes en la vida cotidiana los apodos, como "la susuca", "las sin zapatos", "las churucas", "el pichón calato" (a un arrogante coronel), "la quita cueros".
Fiestas
Las familias moqueguanas recuerdan con nostalgia las alegres reuniones campestres en que la marinera estallaba de entusiasmo con la fina gracia de las damas, mientras que las más tranquilas parejas hacían honores a las sabrosas paltas y aceitunas, al siempre exquisito zapallo (el mejor del mundo), a los damascos y bollos de yema y "las cocadas de Moquegua". Otras danzas tradicionales son la sarauja, la cuchumbaya y la cacharpaya.
Las fiestas religiosas de la ciudad no reúnen como antes largas caravanas procedentes de pueblos del interior y departamentos vecinos llegando con danzas y vestuario típico; era ocasión para recordar la elegante "cuadrilla de lanceros" que se bailó en sus salones hasta las primeras décadas de este siglo. Sin embargo se festeja aún a sus santas más famosas como Santa Fortunata y Santa Catalina, así como la fiesta de la Cruz en el mes de mayo, que es una de las más concurridas.
El rasgo peculiar de esta fiesta es la gran cantidad de cruces que aparecen. Los moqueguanos suelen dividirse en grupos para acompañar la cruz de su devoción y de su fe.
Desde el mediodía comienza la tarea de recaudar los donativos necesarios para costear los gastos de la fiesta y comprobar los adornos multicolores que llevará la cruz.
Allí están por calles de Moquegua la cruz del Calvario, la del Portillo, la de San Bernabé, la de Cuarí, la de Huayco y por la campiña están las cruces de Huaracani, Estuquiña, San Antonio, etc.
En horas de la noche el espectáculo es sugestivo. En la cima de los cerros, en las faldas de las quebradas, encima del verdor de la pródiga campiña y en la misma ciudad se recortan como enormes luciérnagas las luces de las linternas y de los cirios que alumbran a cada cruz.
La fiesta de la cruz dura toda la noche. Alrededor de los "augustos maderos" danzan las comparsas y los fieles ofreciendo plegarias y rezos al Señor. En el mismo mes de mayo, el día 15, se celebra a San Isidro.
Santa Fortunata
La única iglesia en el Perú y posiblemente una de las pocas en el mundo en que se venera a un santo de cuerpo presente, es la iglesia de Santo Domingo en la ciudad de Moquegua, donde está permanentemente expuesto en una urna el cuerpo de Santa Fortunata, virgen y mártir de los primeros siglos del cristianismo.
Es extraordinaria la devoción que existe en Moquegua por esta santa, a la que se le atribuye muchos milagros y que, según la tradición, ha prevenido los acontecimientos que han ocurrido en Moquegua a través de milagrosos fenómenos, como el crecimiento de sus uñas y de sus cabellos. Se dice que comenzó a sudar antes de que el ejército chileno, a órdenes del comandante Salvo, entrara a la ciudad, a la que impuso crueles cupos de guerra.
Su fiesta, que se celebra el 14 de octubre, da lugar a un verdadero acontecimiento de fe y devoción al que se unen numerosos peregrinos que llegan de todas las localidades del departamento y de los vecinos.
Santa Fortunata figura entre los mártires del cristianismo, pero es muy poco lo que se conoce de su vida y no se sabe exactamente en que año murió, aunque se cree que fue hacia el año 300.
Su cuerpo, sepultado en las catacumbas de Calepidio, permaneció allí durante 15 siglos, hasta que el Papa Pío VI autorizó su exhumación y dio igualmente permiso para que el cuerpo de la santa fuera conservado o donado y expuesto a la veneración pública, junto con el vaso con su sangre que se conservaba en su tumba. Estos hechos sucedieron en 1793, época en la que, nombrado custodio de las sagradas reliquias Jaime Severine, canónigo de la iglesia de San Marcos de Roma, decidió donarlas al padre Tadeo Ocampo, prefecto y comisario de misiones del apostólico Colegio de Menores Franciscanos de Moquegua.
Pero todos estos hechos están rodeados de relatos y leyendas. Así, por ejemplo, se dice que el cuerpo de Santa Fortunata fue llevado por doce franciscanos, en un peregrinaje por diversos países. Todos ellos murieron y el último que quedó la trajo a Moquegua.
Se asegura también que Tadeo Ocampo fue el que hizo el peregrinaje en el mismo año de 1793, recorriendo España, Brasil y Argentina, países en donde se rindieron grandes honores a las reliquias, las que finalmente llegaron a Moquegua el 8 de octubre de dicho año.
Existen otras versiones que dan crédito a hechos de naturaleza milagrosa, pero todos estos relatos tienen en común la creencia de que fue la propia santa la que decidió permanecer en Moquegua haciendo su cuerpo tan pesado que nadie pudo levantar la urna.
Cuenta la tradición que en todos los puertos en que quisieron desembarcarla ocurrió lo mismo y que el milagro se ha repetido varias veces en Moquegua, cuando los franciscanos acordaron enviar las reliquias a las lejanas islas de los mares del Sur o a otros países de América en donde querían estimular las vocaciones.
Dentro de la urna se encuentra aún el vaso que contiene la sangre de la santa que, según afirmación de sus devotos, se ha licuado también en varias oportunidades.
Su llegada a la ciudad de Moquegua en 1793 dio lugar a grandes muestras de fervor que se repitieron por espacio de una semana, durante la cual se expusieron por primera vez las reliquias a la veneración pública en esta ciudad, cuyas calles fueron alfombradas de flores.